domingo, 25 de abril de 2010

Casi "O" (I Parte)

Era un jueves por la tarde casi las 5 y llovía. Trataba de prepararme un café en casa cuando sonó el teléfono. Corrí a atenderlo golpeándome con la mesa y maldiciendo como un carretero. Era S. que desde el otro lado del teléfono quiso saber el porqué de mis palabras, pasaron unos segundos hasta que pude contestar casi musitando “nada, es la mesa y yo, tenemos una guerra particular y parece que la está ganando ella”. En fracción de segundos quería encontrar la pregunta adecuada: y me decidí por el clásico “ ¿Cómo te va?”. Quería preguntarme de nuevo sobre la propuesta que me hizo la última vez que nos vimos. Quería presentarme a sus amigos.

Por supuesto que los quería ver, así podría verle a él de nuevo. El recado fue corto y muy concreto. Debía estar a las ocho y media en una dirección, usando el vestido con el que me conoció, ser puntual y no comentarlo con nadie. En cuanto cruzara el umbral de la puerta me darían más instrucciones.

Llegué unos minutos antes en un taxi pensando en esperar en él hasta que fuera la hora convenida. Me sorprendió ver que un hombre de mediana edad impecablemente vestido se acercaba al vehículo, abría mi puerta y me preguntaba : “¿Sol?”. Yo le respondí con un sí y entonces el desconocido le dijo al taxista que esperase y me acompañó hasta la puerta de la casa diciéndome que, a partir de allí, otros me iban a guiar. Ignoro que fue de él y del taxista.

Al atravesar la puerta fui recibida por dos jóvenes vestidos con sendos trajes negros, camisas blancas y corbatas negras que me tomaron uno de cada mano para conducirme hasta una sala donde me esperaba una capa de seda roja con capucha y nada más. Uno de los jóvenes me señaló la capa y me dijo “Cámbiese” sin hacer ademán de irse. Como yo di muestras de no saber reaccionar ante lo sorpresivo de la orden (porque fue una orden) los dos se acercaron hasta mí y comenzaron a desvestirme. Ver a aquellos hombres jóvenes y atractivos despojarme de mi ropa me llenó de morbo por lo que no hice ningún gesto de resistencia, una vez desnuda pusieron la capa sobre mis hombros, cubrieron mi cabeza con la capucha que ocultaba parte de mi rostro, me tomaron de la mano y me dijeron “por aquí”.

Se detuvieron frente a una puerta de roble de dos hojas en una nueva sala que estaba en semipenumbra. Uno de los jóvenes dio dos pasos hacia atrás mientras el otro me indicó: “Alguien que usted conoce nos ha informado de su interés por nuevas experiencias ¿Está usted de acuerdo con esa información?. Mi curiosidad pudo más que la precaución y respondí que sí. Entonces las puertas se abrieron dejándome ante un largo pasillo pobremente iluminado al que me hicieron entrar cerrando las puertas a mis espaldas.

Comencé a caminar hacia el otro extremo cubriéndome con mi capa como si así pudiera protegerme cuando, no sé de dónde, un hombre alto y vestido de negro apareció ante mí con sus manos en la espalda. Me preguntó: “¿Está segura de querer traspasar la siguiente puerta?”. Respondí que sí otra vez, entonces el hombre me ordenó que abriese mi capa y que tirase la capucha hacia atrás sacando sus manos de la espalda en las que, pude ver, tenía dos largas plumas de pavorreal. Me pasó las plumas por mi cuello, preguntándome de nuevo si estaba dispuesta a guardar el secreto de lo que viviría aquella noche. Ante mi respuesta afirmativa me preguntó si estaba dispuesta a ser del todo obediente, aunque el serlo me pudiera significar dolor. También respondí afirmativamente. Luego descendió con las plumas hacia mi vientre preguntándome si estaba dispuesta a ofrecer todo lo que yo era sin pedir absolutamente nada a cambio. De nuevo respondí que sí.

El hombre me tomó de la mano diciéndome que a partir de la próxima puerta no podría hablar, ni una palabra podría salir de mi boca, ni un no ni un sí y al decir esto abrió la última puerta.

Al traspasarla, acostumbrada ya desde hacía un buen rato a la oscuridad, no tuve dificultad en ver que en la sala me esperaban un grupo de seis hombres y dos mujeres, todos ellos elegantemente vestidos. Parecía que les hubiese interrumpido en sus charlas, todos habían girado hacia la puerta para verme entrar, sosteniendo sus puros y copas en las manos. Entre ellos estaba S. que se acercó a mí no sin antes coger un objeto que había sobre la mesa. Se trataba de un collar de cuero en el que estaban incrustadas una serie de piedras que hacían pensar en rubíes (nunca supe si eran o no falsos), del collar salía una cadena no demasiado gruesa pero sí brillante como la plata. S. se colocó detrás de mí y soltó el lazo que sostenía la roja capa sobre mis hombros mientras me daba un dulce beso en los labios, después abrochó el collar en mi cuello, lo que disparó aún más mis niveles de adrenalina, y sosteniendo la cadena me miró fijamente mientras tiraba con suavidad de ella, lo justo como para hacerme entender que tenía que seguirle hasta donde me indicase.

Nadie allí articuló palabra, todos se entendían con gestos suaves, casi imperceptibles, pero lo suficientemente claros como para que el ritual continuase con fluidez. Primero me llevó hasta uno de los hombres que hablaban con él y le entregó la cadena. Era muy atractivo aunque estoy segura, aún hoy, de que sobrepasaba la cincuentena. Con una mano agarró la cadena y con la otra depositó su copa de cognac sobre una de las mesas de la sala. Con gesto serio y mano firme me indicó que me inclinara sobre la mesa dejando expuesto mi trasero. Acarició mis nalgas en lo que me pareció un interminable reconocimiento de toda la zona con sus dedos suaves que me hicieron estremecer. Sonó la hebilla de su cinturón al ser desatada y seguidamente sentí una penetración en mi vagina con esa magnífica sensación de estar colmada tanto por su tamaño como por la sorpresa. El que me impidiera a mí misma decir ninguna palabra sobrepasaba las expectativas de la penetración, aún así, no podía evitar gemir con las fortísimas embestidas de su miembro. Agarró con fuerza mi pelo tirando hacia sí haciéndome arquear la espalda y consiguiendo que mis pechos rozaran la mesa a la que me asía fuertemente con mis manos, aún así, la fuerza con la que cargaba contra mi cuerpo casi me hizo perder el equilibrio. Pude sentir en todo momento que nunca soltó la cadena e incluso, de vez en cuando tiraba también de ella cortando mis gemidos, hasta que me soltó del pelo para, con sus dedos, abrirme el ano que penetró de un único y certero golpe. Grité enloquecida ya sin poder contenerme. Una de las mujeres me amordazó con un pañuelo negro de seda. En ese momento sólo se oía el tintineo de la cadena. Noté cómo su miembro palpitaba mientras lo sacaba de mí y fue entonces que sentí la tibieza de su eyaculación sobre mi espalda.

Yo aún temblaba cuando me entregó a otro hombre que me tomó con el mismo gesto de gravedad que él y soltó mi mordaza. Miré a S. que estaba sentado en uno de los sillones de cuero cercanos a mí y apartó su mirada adoptando una actitud indolente siguiendo con su copa como si no le importara nada de lo que allí estaba pasando. El segundo hombre se sentó en el sofá y me hizo arrodillar frente a él, liberó su pene erecto y atrajo sin demasiada brusquedad mi boca hacia él. Nos cruzamos en ese instante una mirada e inmediatamente tapó mis ojos con la palma de su mano. Entendido, sin miradas también. Succioné con todas mis fuerzas, lamí con intensidad, degusté y saboreé aquel viejo miembro que sin embargo latía con un vigor inusitado. Mi lengua recorría hasta el último pliegue que encontraba, mis manos lo acariciaban al igual que a sus testículos y mis dientes jugueteaban con lo que se encontraba. Podía introducirlo entero en mi boca y presionándolo entre la lengua y el paladar lo recorría arriba y abajo, una y otra vez. Notaba así cómo su cadera y sus muslos se tensaban mientras una de sus manos sostenía mi pelo y la otra tiraba de la cadena hacia arriba. Lo saqué de mi boca al notar sus venas enfebrecidas, sabía que estaba a punto de eyacular y lo arropé entre mis pechos apretados haciéndolos moverse entorno a él. Lo acercaba a mi boca que lo lamía, mis labios lo acariciaban. De nuevo lo introduje en mi boca y comencé a presionarlo de nuevo y con toda la rapidez de la que fui capaz hasta que explotó en una increíble riada de semen que, por una parte, me impresionó y por otra casi me ahoga. De nuevo ni el más leve suspiro.

Fui de nuevo trasladada a otro invitado. Una hermosa mujer de piel blanquísima que tendió su mano para sostener la cadena...


Imagen: Olezza Moiseeva



lunes, 5 de abril de 2010

La primera lluvia




La noche era una de esas noches en las cuales todo parece irse al diablo sin que siquiera el diablo esté allí para recibirlo. Había caminado hasta la casa de una amiga pero, como la noche prometía, ni rastro de ella en su casa, así que dirigí mis pasos hacia la calle principal esperando encontrar alguna razón para estar aún despierta. Caminé y caminé hasta que mis pies comenzaron a quejarse así que, sin pensarlo demasiado, entré en una especie de discoteca que me auguraba, al menos, un tiempo de música y algo de beber.

Como siempre, no sé si por mi escote o por mi sonrisa, me dejaron entrar sin tener que esperar demasiado. Una vez adentro me dirigí a la barra y pedí un Margarita que bebí, como siempre, a pequeños sorbos. La música era… no diría buena, sino excelente, ya que una seguidilla de blues llenaba el lugar y tornaba la atmósfera prometedora. Y por costumbre recorrí el lugar con mi vista fijándome en los hombres que estaban allí. Descarté a los gordos de inmediato, también a los demasiado bajos o a los canijos, esos hombres que aunque altos parecen muñecos mal construidos. Fue entonces que encontré a alguien que me miraba con hambre en sus pupilas.

No sé si ya lo habrán comprendido, pero yo soy una mujer hambrienta, y para una mujer hambrienta nada es mejor que un hombre con hambre y este hombre, de un metro ochenta centímetros, pelo castaño oscuro y ojos verdes parecía estar realmente hambriento. Supongo que se dio cuenta de que le miraba pues se acercó a mí con un vaso de whisky en sus manos y una leve sonrisa. Como tantas otras veces, no sé que fue lo que me dijo para iniciar la conversación ni sé que le contesté, lo que sí recuerdo es que comenzamos a reírnos y al poco tiempo ya estábamos en la pista de baile contoneándonos al son de las canciones que el disk jockey parecía elegir teniéndonos en cuenta.

Él me dijo que se llamaba S., yo le dije mi nombre, sus manos seguían un camino que parecía trazado desde mi espalda hasta mis nalgas, mi cuerpo vibraba bajo su tacto aunque no deseaba hacérselo saber, por lo que en la tercera canción le pedí que fuésemos hasta la barra para tomar algo. Pedí mi tercer Margarita, él pidió su tercer whisky, Jack Daniels doble y sin hielo, ambos encendimos sendos cigarrillos y fingimos hablar en medio del estrépito del lugar.

Decidí llevármelo a la cama, aunque mi cama estaba a kilómetros de ese lugar, por lo que comencé a rozar mi escote con un dedo soltando los botones como si no me diera cuenta. Descubrí que ese juego le gustaba, sus ojos seguían mis movimientos y celebraban cada botón liberado con una dilatación de sus iris, entre sonrisas y charlas nos dimos un largo y hondo beso en el que pude sentir que su lengua no era para nada inexperta. Fue entonces cuando le dije que tenía que irme y el se ofreció a acompañarme, a lo que respondí con un gracias…

Ni siquiera llegamos a casa. Apenas en el exterior del local él me llevó diligente hacia un callejón semioscuro donde comenzamos a besarnos con fruición, pronto su boca descendió por mi garganta hasta llegar a mi escote. Su mano fue desprendiendo los botones necesarios hasta que su boca pudo alcanzar mis pezones que saboreó con deleite por unos cuantos minutos. Yo gozaba tremendamente y eso provocó que aplastara su cabeza contra mis senos con una mano mientras la otra trataba de liberar su pene de la tortura de sus pantalones. Lo conseguí, y su pene duro y erecto descansó en la palma de mi mano. Mientras él besaba mis pechos yo comencé a manipular su sexo, mientras mi mano libre me despojaba de las bragas. Una vez conseguido, llevé su miembro enfebrecido hasta mí, y verdaderamente gocé cuando moviendo su cintura me penetró de tal forma que pensé que su sexo duro y palpitante iba a salir por mi garganta.

Me folló de todas formas. Ni mi ano se salvó de sus embestidas y de más está decir que mi ano no deseaba salvarse. Como no daba muestras de agotarse tomé su sexo con mis labios y se lo chupé hasta que sentí que un tumulto de esperma me llenaba la boca hasta caer por mi garganta. Terminamos ambos, y al ponerme de pie pude ver su sonrisa y pensé que había llegado la hora del adiós pero, sorprendentemente, él me preguntó si podía acompañarme a mi casa, a lo que le respondí que sí.

Cuando entramos en casa fue como una explosión. En segundos yo estaba completamente desnuda y el me acomodaba en cuatro patas para penetrarme por detrás. Otra vez sentí su pene presionando mi ano hasta vencer la resistencia del mismo y penetrarme. Latigazos de electricidad recorrieron mi cuerpo mientras él me follaba sin parar. Sus manos acariciaban mis senos mientras su pelvis golpeaba mis nalgas y no pude evitar que un gemido hondo y placentero saliera de mi garganta cuando llegué al orgasmo, casi al mismo tiempo que su sexo me inundaba de cálido y espeso semen. Luego lo llevé a mis labios limpiándolo de todo resto de esperma y, sin pensarlo dos veces, me extendí sobre la mesa de centro levantando mis piernas al máximo. El me penetró sobre la mesa mientras acariciaba mis pezones. Su verga parecía querer abrirme en dos de tan dura y grande que la tenía, sentí que todas mis terminales nerviosas explotaban en un prologando gemido de placer cuando él se salió de mi sexo acabando sobre mi vientre y mis pechos. Luego vino lo mejor.

Él se puso de pié extendiendo su mano, yo la tomé. Me llevó hasta el baño y me hizo arrodillar en la bañera y en esa posición comenzó a orinar sobre mí. Sentí la cálida humedad de su orina corriendo por mi rostro y por mis senos, cubriéndome, como una llovizna de verano. Cuando terminó tomé su flácido miembro con mi boca y lo chupé hasta arrebatarle el último átomo de sabor. Luego ambos nos acostamos en la cama y él me preguntó si podía presentarme algunos amigos. Mientras masajeaba su sexo y sentía que se endurecía nuevamente acepté su proposición.

Pero esa es otra historia, que seguramente contaré… pero no mañana.