sábado, 26 de diciembre de 2009

Coyote Bar


Había decidido viajar a México para visitar a una amiga muy querida para mí. Una chica extravagante, alta, delgada y con un descaro innato que la hacía libre entre las libres. Solíamos salir por las tardes, después de las ocho que era cuando ella terminaba su trabajo y regresábamos a casa bien entrada la madrugada. Fueron días de locuras sobre la locura. Frecuentábamos bares de ciudades cercanas, nunca en la que ella vivía. Una noche de viernes, día en la que ella había terminado su trabajo dos horas antes, decidimos que iríamos a una ciudad a 60 km para divertirnos un poco.

Paseábamos por unas calles mal iluminadas cuando oímos música en un pequeño bar escondido a las afueras del Distrito Federal, entramos y pedimos dos tequilas reposados, había poca gente a esa hora, y entre copas y risas no nos dimos cuenta de que el bar se iba llenando poco a poco. La mayoría de los parroquianos eran gente normal, de diferentes edades, todos tenían aspecto de gente trabajadora y los pocos jóvenes que había podrían haber sido desde estudiantes a trabajadores del metro, sanitarios, barrenderos, no importaba, gente como la que encuentras en un bar normal, en una ciudad normal, en una noche normal.

Quizás llevábamos tomada más de un par de botellas de tequila cuando comenzamos a escuchar una música que empezó a hacer que nuestras piernas se movieran. Había tres o cuatro mujeres más en el local y mi amiga y yo decidimos que era el momento de divertirse a lo grande así que entre nosotras surgió una apuesta: “ ¿A que no hay ovarios de subirse a la barra a bailar?”. Los hubo. No podría ser de otra forma cuando Isel y yo nos mezclábamos con el sagrado tequila, había ovarios para dar y regalar.

Sin pedir permiso a nadie y apoyando los pies en los taburetes, nos subimos a la barra y comenzamos a bailar sin pensar en los sorprendidos visitantes del bar que aplaudían y se miraban sin saber muy bien lo que pasaba aquella noche. No nos molestamos en mirarles ni una sola vez, lo único en que pensábamos era en la música que no dejaba de sonar, música que nos gustaba y que nos hacía casi volar. No recuerdo muy bien cuántas veces se repitió aquella canción, ni cómo se llamaba, ni el título, ni el intérprete, ni cuantas veces cambiábamos los pasos, ni cuantas veces los que nos miraban se codeaban tratando de llamarse la atención unos a otros sobre aquellas dos mujeres que disfrutaban sin pensar en nada más que en el tequila y en la música.

Al final terminó y miramos a nuestro público, estaban todos en silencio, las mujeres se habían ido, quien sabe si escandalizadas. Un hombre aún joven, empezó a aplaudir lentamente y como si hubiera sido una señal extendieron todos sus brazos hacia nosotras en lo que yo, inocentemente, pensé era un detalle para procurarnos ayuda para bajarnos de la barra. Sentí a mi lado la voz muy baja de mi amiga diciéndome “ no, no, corre, corre”. El no hacerle caso en ese momento y salir corriendo en dirección a la puerta como hizo ella, me llevó a pasar una de las noches más interesantes de mi vida.

Me dejé caer sobre todos aquellos brazos extendidos de todos esos hombres de los que no recuerdo la cara. De hecho no recuerdo la cara de ninguno de los que allí estaban salvo del que dio la “señal”. Me hicieron llegar a una de las mesas más grandes que había en una esquina y antes de llegar, ya me habían arrancado los botones de la camisa, tirado el sombrero tejano, y soltado la hebilla del cinturón. Traté de hacer fuerza para soltarme pero fue inútil así que decidí que si me dejaba hacer sería más fácil para mí.

Me tumbaron sobre la gran mesa redonda y todos y cada uno de ellos me rodearon con sus cuerpos. Quizás pensaban que iba a salir corriendo. Quizás, pero no. La expresión de sus rostros me excitaba por momentos. El más atrevido terminó de sacarme los pantalones y ya sin ellos abrí mis piernas todo lo que fui capaz como invitándole a que me usaran y así lo hicieron. En una fracción de segundo noté sus manos acariciándome, sus lenguas lamiéndome. Primero sentí como un pene entraba en mi vagina y momentos después otro en mi boca. No sé quien levantó mi pierna derecha y me giró lo suficiente como para que un tercero pudiera penetrarme el ano. No pude sentir dolor por el grado de excitación. Abrí los ojos por un momento y pude ver dos penes frente a mí masajeados habilidosamente por mis propias manos. Al levantar la mirada por escasos segundos la lujuria tomó forma humana, formas humanas. Uno de esos penes estalló y salpicó mi rostro de tibio semen. Después otro, y otro más. De mis orificios sentía como salían unos y entraban otros.

Entonces uno de ellos, dueño de un pene descomunal, se acercó y girándome por completo, me dejó a cuatro patas sobre la mesa con mi culo alzado hacia él y, sin pensar ni por un segundo en que su sexo era casi del grueso de mi brazo, lo apoyó en el orificio de mi ano, lubricado por cada una de las eyaculaciones anteriores, y de un solo movimiento, me penetró. Sentí que era incapaz de contener tal pedazo de carne pero aun así intenté relajarme, la penetración no parecía tener final y amenazaba con destrozar mi ya vapuleado trasero cuando sentí las ondas de un orgasmo subirme desde la punta de los pies, abrí mi boca para gritar cuando otro pedazo de carne ahogó mi grito y se introdujo hasta mi garganta. Comencé a moverme con un frenesí incontenible, empujando hacia atrás cuando así me lo ordenaban las manos que me sujetaban las caderas para que esa inmensa polla rebalsara mi organismo, una mano frotaba mi vagina mientras yo chupaba y succionaba ese otro pene que evitaba brotaran mis aullidos de loba, de pronto sentí un espasmo en mi culo, sincronizado con el de la otra polla, la que chupaba y amasaba como si en ello me fuera la vida y un torrente de semen llenó mi garganta con tal fuerza que tuve que escupir y tragar para no ahogarme, mientras sentía chorrear el esperma de la gran “verga” que había abierto mi ano como jamás nadie había logrado.

Luego los restantes, no sé cuántos eran, quizás diez, o doce, o quince hombres, se permitieron hacer lo que desearon conmigo, algunos me lamieron pese a estar mi cuerpo brillando de diez o veinte tipos distintos de semen, algunos siguieron jugando con mi trasero mientras otros, al mismo tiempo, me llenaban la vagina. Sentía cansados mis brazos de tantos hombres a los que había masturbado, me dolía la mandíbula de tantas pijas que había lamido, chupado, succionado y de las que había bebido su lujuria hasta dejar seco a su dueño, pero cada orgasmo que recorría mi cuerpo era la ansiada recompensa que me justificaba todo.

Al final comenzaron a irse, uno a uno, tres de los últimos limpiaron mi cuerpo con sendos chorros de orina que recibí gozosa, quedé allí, tendida en el suelo unos momentos, respirando agitada, sintiendo como el semen de todos ellos corría por la piel de mis senos, por la piel de mi estómago, y lo sentí chorrear entre mis muslos y mis nalgas cuando me puse en pie. Me vestí como pude, bajo la atenta mirada del dueño del bar que, pude verlo, se había masturbado mirando lo ocurrido, le sonreí mientras anudaba mi camisa ya sin botones y mientras enfundaba mis piernas húmedas de esperma y sexo en mis pantalones. Abroché la hebilla del cinturón, me acomodé el pelo que de tantas corridas parecía engominado y calcé mis botas, luego salí a la calle donde una asustada Isel me estaba esperando. Recuerdo la expresión de su cara al verme salir vacilante, dolorida, pero espléndida.




martes, 15 de diciembre de 2009

De vinos y otros placeres


Una nunca sabe dónde puede estar el peligro, por eso a veces lo busca sin saber que lo va a encontrar. Buscar el peligro es un raudal de emociones incontenibles que hace que los sentidos se las ingenien para perseguir algo que te atormenta. El sexo puede ser algo que atormenta cuando lo buscas y no lo acabas por alcanzar.

Un restaurante de lujo. Un dueño de restaurante abatido, dramáticamente deprimido, triste y gris. Cualquier mujer que busca un trabajo huiría de esa escena pero yo no. Yo no. Cuando vi la cara de ése hombre sentí una pena inmensa por él. Y esa pena también es motivo para follar. Devolverle la vida a un rostro muerto es el mayor trofeo para alguien que se esmera en mi forma de cazar.

Este hombre, increíblemente, tiene una mujer a su lado que resulta anodina, espeluznantemente cacareante, con una devoción por el outlier desmedida. Una mujer que pese a lo que pese sabe de sus limitaciones y por encima de cualquier deseo necesita, imperiosamente, sobresalir. Y eso sin nada que sobresalga en ella. Una mujer cualquiera que quiere ser reina sin saber de vasallajes. Que quiere aparecer como deslumbrante sin tener una triste bombilla que la alumbre. Una mujer como tantas otras educadas para no ser ella misma.

Desde el primer día que vi a ese hombre insignificante y destruido supe que podría poner en su vida un halo de emoción y esperanza, de alzar su ego a cotas inimaginables. En eso me empeñé desde el primer día y durante el primer mes de trabajo en aquél elegante local.

Mis andares por el salón atendiendo a sus clientes con mi sonrisa, que entraba justo en la medida de lo agradable y el límite de la provocación, se hacía notar por ese rostro perdido. El contoneo de mi torso al servir un plato, mi escote en la frontera de lo moralmente permitido, mis bienvenidas a los caballeros que trataban de negocios importantes y cuasi secretos, mis despedidas con esa sonrisa que les cautivaba a todos y a cada uno de ellos, mis medias con costura, mis zapatos altos, mi falda ajustada. Toda yo era provocación e inspiración.

Un comedor privado, una bodega y un despacho fueron, por este orden, testigos mudos y sordos de su tocar el cielo con las yemas de los dedos. La primera vez se acercó a mí desde mi espalda y encerrándome entre una de las sillas y la mesa con sus brazos me indicó que una de las copas de vino no tenía suficiente brillo. Su cara estaba a menos de cinco centímetros de mí y sonreí a la insinuación. A pesar de que él pensaba que me tenía acorralada, era yo quien le había cercado. En el instante en que me giré dejando mis senos en directo contacto con su pecho pude observar como su frente transpiraba y poco a poco la palidez invadía su rostro. Le acaricié la frente muy levemente y le pregunté si deseaba algo más. Mi sonrisa se quedó grabada en su mente durante mucho tiempo, lo sé. Se abrió la cremallera del pantalón y me enseñó su pene. “Esto”, me dijo.

En un instante mi falda estaba a la altura de mi cintura, y mis pantys a la altura de mis rodillas. No tenía un falo impresionante, pero sus deseos de tomarme eran tan grandes y mi objetivo estaba tan al alcance de mi mano que, sin dejar nunca de sonreír, y apoyando mis nalgas en el borde de la pesada mesa, levanté mis piernas para facilitarle la penetración. Aquél hombre gris brillaba con destellos de polvo de estrellas y gemía con el aullido ahogado de un viejo lobo. Entraba y salía de mí con dificultad por la emoción y me enterneció tanto que me salí de su alocado vaivén para arrodillarme frente a él y acariciarle con la punta de la lengua su escroto. Pude ver que una lágrima le rodaba por la mejilla. Pude oír su lamento por jamás haber sentido nada igual, pude oler el sudor en sus manos y en su frente. Le lamí con paciencia sus genitales hasta poder calibrar la extrema dureza que se elevaba ante mis ojos. Estaba consiguiendo que un hombre cualquiera supiera lo que era el sexo de verdad. Entonces me giré de inmediato y le ofrecí mi ano para que pudiera hacer lo que se le ofreciera con lo que se le presentaba. Para que pudiera ejercitar su imaginación ante un culo esplendoroso que, por unos momentos, sería suyo. A fin de cuentas eso es el sexo. Lo que tienes frente a ti, por un instante, es tuyo.

Sus manos se aferraron a mis caderas con la fuerza de la desesperación por tener algo que jamás había soñado y que no quería perder. Me embistió hasta hacerme doler, pero no importaba, mi trofeo estaba por encima de cualquier dolor. Eyaculó en unos pocos minutos y quedó rendido ante la expectativa de que aquel rato se volviera a repetir. Y se repitió

Dos meses después, en la bodega, intentaba inventariar unas costosas botellas de vino cuando se apareció sin querer hacer ruido, pero desde el primer encuentro él abusaba del perfume que le delató. No hice ningún gesto de haber sentido su presencia y seguí como si nada. A veces uno necesita mucho tiempo para que su imaginación le de resultados. Aparentemente desprevenida sentí como mi falda se alzaba por detrás de mis piernas y cómo el cuello de una botella jugueteaba entre mis muslos. “¿Eso quieres?” le pregunté con voz suave. Claro que lo quería. Quería ver como algo cilíndrico, fálico, entraba en mí y como los labios de mi vagina se humedecían. Abrí las piernas y le dejé hacer su experimento. Nadie más que una madre puede ver cómo se transforma la cara de su hijo el día de Navidad cuando sus deseos se realizan. Esa misma cara apareció ante mis ojos de forma tan tierna y natural que cualquiera diría que era la misma mano del Creador quien la había puesto allí. Una botella de Pingus valorada en más de 750€ acariciaba mis entrañas con la delicadeza del vuelo del colibrí. Ese pobre hombre gris se había convertido en un genial poeta del sexo, suave, virtuoso, delicado y soñador. Mi vagina excretaba un flujo constante. Húmeda. Extremadamente húmeda no por el puro sexo sino por mi triunfo, por mi poder de cambiar a un hombre aunque fuera por unos minutos. Dejó la botella a un lado y me penetró con fuerza mientras yo me desataba los botones de la camisa dejando expuestos mis senos a los que empezó a morder con toda la pasión de la que era capaz en ése instante. Hasta que explotó dentro de mí, quedando esta vez de rodillas por la extenuación.

Después de saber que tienes a tu presa cogida por el cuello y que no se puede mover sin que le des tregua, acabas perdiendo el interés. Así que decidí que era el momento de irme de allí. Bajé al despacho para hacérselo saber y fue entonces cuando me agarró por la cintura con todas sus fuerzas y me prohibió dejarle. Le miré y le advertí que aquélla sería la última vez. “Ni lo sueñes” me dijo. Me dio la vuelta hasta hacerme doblar sobre la mesa con tanta fuerza que pude notar como uno de mis hombros crujía, desde luego no hubo una muestra de dolor en mi cara y dejé que hiciera lo que se le antojara hasta que sus ganas y su falta de claridad se disiparan. Sin un solo gesto, ni de dolor ni de placer, ya que alguien como yo sabe disimular a la perfección sus sentimientos. Terminó sobre mi espalda y sobre mi ropa. Le miré y le avisé de nuevo que era la última vez que nos veríamos.

Sentí ver de nuevo su apariencia derrotada. Pero ya no me interesaba en lo más mínimo. Lo único que me importaba era mi satisfacción, mi logro y mi trofeo. Y los tenía.


Imagen: Марк-Meir Paluksht






jueves, 10 de diciembre de 2009

El odio no es bueno para el sexo



New Orleans es conocida alrededor del mundo, y lo es por sus carnavales, por el jazz, blues, por el French Quarter o barrio francés, Bourbon Street, el voodoo, y el bullicio durante casi las 24 horas del día. Pero existe otra New Orleans, oscura, peligrosa y atormentada.

Aquella tarde había ido a cenar al Bar de Pat O’Brian en la Royal con San Peter Street, el típico bar irlandés, justo enfrente se encuentra un local de jazz llamado Herb Import y me dirigí sin pensarlo a la barra del club con el ánimo de la caza en cada poro de mi piel.

Esa tarde sólo tenía que esperar a la noche, el barrio francés está plagado de callejones donde sacarle a tu presa lo que buscas, pero esa noche era especial. Mi corazón estaba roto. Mi amor arrastrado por el barro y quería venganza. Sentada en uno de los taburetes de la barra sin preocuparme por si los botones de mi vestidito camisero estaban o no abrochados, mostrando las piernas hasta casi la cadera, y el escote hasta más de lo moralmente permisible. Un pequeño bolso colgado en bandolera que contenía mi pasaporte, una tarjeta de crédito y algunos preservativos, impedía que mis senos volaran alegremente entre las miradas de todos en el bar. Hasta las de las mujeres que en cierto modo envidiaban mi descaro.

Al terminar la actuación de un cuarteto que nunca supe cómo se hacían llamar, un hombretón moreno que tocaba el saxo se me acercó con el instrumento aún colgándole del cuello. “Hi” me dijo, le sonreí y me acarició una pierna hasta la cadera. No hizo falta nada más. A los cinco minutos escasos me tenía en uno de los callejones contra una Chevrolet. No las conté pero podrían haber sido más de cien veces las que introdujo y sacó su enorme pene de mi, su lengua me recorría como las llamas recorren un tronco y yo ardía igual que ese tronco, el placer que sentía no era lo que esperaba, y eso hacía que pensara más en el odio que se enraizaba en mí a cada embestida de él. Pura injuria. Terminó, me di la vuelta y me bajé el vestido. Regresé a San Peter St. sin hacer caso de sus llamadas que retumbaban en el callejón a mi espalda. Tomé otro de los profilácticos y sonriendo se lo mostré a un jovencito que salía de un portal. El chico algo asustado cogió mi mano y el sobrecito a la vez y me llevó dentro de su casa donde sin mediar palabra comenzó a besarme el cuello mientras me llevaba hasta la cocina donde me puso de espaldas a él, mientras yo inclinaba mi cuerpo hacia adelante y apoyaba mis manos en la encimera. Antes de adoptar la posición correcta me penetró casi de golpe. Miré hacia atrás sonriendo por la impaciencia del joven. De nuevo el trabajo que hacía, bastante mediocre por cierto, me llevaban al recuerdo de un amor sin sentido, destrozado y mancillado. Iban dos. Salí de su casa atusándome el pelo como una gata. Recordé ponerme unas gotas de perfume en las escaleras del portal. Miré de nuevo el bolsito y saqué otro sobre más. Iba a por el tercero cuando un caballero de mediana edad tropezó conmigo sin darse cuenta, al pedirme disculpas le sonreí y le mostré el sobrecito. Casi sale corriendo pero le agarré la entrepierna y no tuvo escapatoria. “I’m married” dijo y lo solté inmediatamente. Si era verdad o no, no importa, en ese caso siempre me retiro.

Volví al callejón para ver si aún estaba la Chevy y el morenazo, pero no vi rastro de ninguno de los dos. Sin embargo al fondo se oían voces de jóvenes. Me acerqué a ellos y cuando me vieron me rodearon en un momento. Los conté uno a uno señalándolos con el dedo: eran cuatro. Antes de darme cuenta me tenían agarrada de los brazos. Era evidente que querían forzarme. Lo que no sabían era que no hacía falta. Me rasgaron el vestido y vieron mi cuerpo desnudo lo que les excitó hasta casi no poder bajarse la cremallera de sus pantalones. Yo sonreía. Uno de ellos perdió el control y me soltó una bofetada que me dejó la mano grabada en la mejilla durante un par de días.

Reaccioné de forma extraña: le lancé un beso . Me penetraban uno a uno, sin descanso mientras sentían como el resto de ellos acariciaban mis labios con sus penes. Mi vagina estaba dolorida pero me producía ese placer que, después de cierto tiempo, supe que agradecen tanto algunos. El roce era intenso, nada saludable y lacerante. Sin embargo me gustaba. En esos momentos supongo que es fácil pensar que lo que quería era que me golpearan y así lo hicieron.

Desperté en la cama de un hospital dolorida y sin nadie a mi lado. Aquella noche comprendí que el odio no es bueno para el sexo.