martes, 15 de diciembre de 2009

De vinos y otros placeres


Una nunca sabe dónde puede estar el peligro, por eso a veces lo busca sin saber que lo va a encontrar. Buscar el peligro es un raudal de emociones incontenibles que hace que los sentidos se las ingenien para perseguir algo que te atormenta. El sexo puede ser algo que atormenta cuando lo buscas y no lo acabas por alcanzar.

Un restaurante de lujo. Un dueño de restaurante abatido, dramáticamente deprimido, triste y gris. Cualquier mujer que busca un trabajo huiría de esa escena pero yo no. Yo no. Cuando vi la cara de ése hombre sentí una pena inmensa por él. Y esa pena también es motivo para follar. Devolverle la vida a un rostro muerto es el mayor trofeo para alguien que se esmera en mi forma de cazar.

Este hombre, increíblemente, tiene una mujer a su lado que resulta anodina, espeluznantemente cacareante, con una devoción por el outlier desmedida. Una mujer que pese a lo que pese sabe de sus limitaciones y por encima de cualquier deseo necesita, imperiosamente, sobresalir. Y eso sin nada que sobresalga en ella. Una mujer cualquiera que quiere ser reina sin saber de vasallajes. Que quiere aparecer como deslumbrante sin tener una triste bombilla que la alumbre. Una mujer como tantas otras educadas para no ser ella misma.

Desde el primer día que vi a ese hombre insignificante y destruido supe que podría poner en su vida un halo de emoción y esperanza, de alzar su ego a cotas inimaginables. En eso me empeñé desde el primer día y durante el primer mes de trabajo en aquél elegante local.

Mis andares por el salón atendiendo a sus clientes con mi sonrisa, que entraba justo en la medida de lo agradable y el límite de la provocación, se hacía notar por ese rostro perdido. El contoneo de mi torso al servir un plato, mi escote en la frontera de lo moralmente permitido, mis bienvenidas a los caballeros que trataban de negocios importantes y cuasi secretos, mis despedidas con esa sonrisa que les cautivaba a todos y a cada uno de ellos, mis medias con costura, mis zapatos altos, mi falda ajustada. Toda yo era provocación e inspiración.

Un comedor privado, una bodega y un despacho fueron, por este orden, testigos mudos y sordos de su tocar el cielo con las yemas de los dedos. La primera vez se acercó a mí desde mi espalda y encerrándome entre una de las sillas y la mesa con sus brazos me indicó que una de las copas de vino no tenía suficiente brillo. Su cara estaba a menos de cinco centímetros de mí y sonreí a la insinuación. A pesar de que él pensaba que me tenía acorralada, era yo quien le había cercado. En el instante en que me giré dejando mis senos en directo contacto con su pecho pude observar como su frente transpiraba y poco a poco la palidez invadía su rostro. Le acaricié la frente muy levemente y le pregunté si deseaba algo más. Mi sonrisa se quedó grabada en su mente durante mucho tiempo, lo sé. Se abrió la cremallera del pantalón y me enseñó su pene. “Esto”, me dijo.

En un instante mi falda estaba a la altura de mi cintura, y mis pantys a la altura de mis rodillas. No tenía un falo impresionante, pero sus deseos de tomarme eran tan grandes y mi objetivo estaba tan al alcance de mi mano que, sin dejar nunca de sonreír, y apoyando mis nalgas en el borde de la pesada mesa, levanté mis piernas para facilitarle la penetración. Aquél hombre gris brillaba con destellos de polvo de estrellas y gemía con el aullido ahogado de un viejo lobo. Entraba y salía de mí con dificultad por la emoción y me enterneció tanto que me salí de su alocado vaivén para arrodillarme frente a él y acariciarle con la punta de la lengua su escroto. Pude ver que una lágrima le rodaba por la mejilla. Pude oír su lamento por jamás haber sentido nada igual, pude oler el sudor en sus manos y en su frente. Le lamí con paciencia sus genitales hasta poder calibrar la extrema dureza que se elevaba ante mis ojos. Estaba consiguiendo que un hombre cualquiera supiera lo que era el sexo de verdad. Entonces me giré de inmediato y le ofrecí mi ano para que pudiera hacer lo que se le ofreciera con lo que se le presentaba. Para que pudiera ejercitar su imaginación ante un culo esplendoroso que, por unos momentos, sería suyo. A fin de cuentas eso es el sexo. Lo que tienes frente a ti, por un instante, es tuyo.

Sus manos se aferraron a mis caderas con la fuerza de la desesperación por tener algo que jamás había soñado y que no quería perder. Me embistió hasta hacerme doler, pero no importaba, mi trofeo estaba por encima de cualquier dolor. Eyaculó en unos pocos minutos y quedó rendido ante la expectativa de que aquel rato se volviera a repetir. Y se repitió

Dos meses después, en la bodega, intentaba inventariar unas costosas botellas de vino cuando se apareció sin querer hacer ruido, pero desde el primer encuentro él abusaba del perfume que le delató. No hice ningún gesto de haber sentido su presencia y seguí como si nada. A veces uno necesita mucho tiempo para que su imaginación le de resultados. Aparentemente desprevenida sentí como mi falda se alzaba por detrás de mis piernas y cómo el cuello de una botella jugueteaba entre mis muslos. “¿Eso quieres?” le pregunté con voz suave. Claro que lo quería. Quería ver como algo cilíndrico, fálico, entraba en mí y como los labios de mi vagina se humedecían. Abrí las piernas y le dejé hacer su experimento. Nadie más que una madre puede ver cómo se transforma la cara de su hijo el día de Navidad cuando sus deseos se realizan. Esa misma cara apareció ante mis ojos de forma tan tierna y natural que cualquiera diría que era la misma mano del Creador quien la había puesto allí. Una botella de Pingus valorada en más de 750€ acariciaba mis entrañas con la delicadeza del vuelo del colibrí. Ese pobre hombre gris se había convertido en un genial poeta del sexo, suave, virtuoso, delicado y soñador. Mi vagina excretaba un flujo constante. Húmeda. Extremadamente húmeda no por el puro sexo sino por mi triunfo, por mi poder de cambiar a un hombre aunque fuera por unos minutos. Dejó la botella a un lado y me penetró con fuerza mientras yo me desataba los botones de la camisa dejando expuestos mis senos a los que empezó a morder con toda la pasión de la que era capaz en ése instante. Hasta que explotó dentro de mí, quedando esta vez de rodillas por la extenuación.

Después de saber que tienes a tu presa cogida por el cuello y que no se puede mover sin que le des tregua, acabas perdiendo el interés. Así que decidí que era el momento de irme de allí. Bajé al despacho para hacérselo saber y fue entonces cuando me agarró por la cintura con todas sus fuerzas y me prohibió dejarle. Le miré y le advertí que aquélla sería la última vez. “Ni lo sueñes” me dijo. Me dio la vuelta hasta hacerme doblar sobre la mesa con tanta fuerza que pude notar como uno de mis hombros crujía, desde luego no hubo una muestra de dolor en mi cara y dejé que hiciera lo que se le antojara hasta que sus ganas y su falta de claridad se disiparan. Sin un solo gesto, ni de dolor ni de placer, ya que alguien como yo sabe disimular a la perfección sus sentimientos. Terminó sobre mi espalda y sobre mi ropa. Le miré y le avisé de nuevo que era la última vez que nos veríamos.

Sentí ver de nuevo su apariencia derrotada. Pero ya no me interesaba en lo más mínimo. Lo único que me importaba era mi satisfacción, mi logro y mi trofeo. Y los tenía.


Imagen: Марк-Meir Paluksht






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