jueves, 10 de diciembre de 2009

El odio no es bueno para el sexo



New Orleans es conocida alrededor del mundo, y lo es por sus carnavales, por el jazz, blues, por el French Quarter o barrio francés, Bourbon Street, el voodoo, y el bullicio durante casi las 24 horas del día. Pero existe otra New Orleans, oscura, peligrosa y atormentada.

Aquella tarde había ido a cenar al Bar de Pat O’Brian en la Royal con San Peter Street, el típico bar irlandés, justo enfrente se encuentra un local de jazz llamado Herb Import y me dirigí sin pensarlo a la barra del club con el ánimo de la caza en cada poro de mi piel.

Esa tarde sólo tenía que esperar a la noche, el barrio francés está plagado de callejones donde sacarle a tu presa lo que buscas, pero esa noche era especial. Mi corazón estaba roto. Mi amor arrastrado por el barro y quería venganza. Sentada en uno de los taburetes de la barra sin preocuparme por si los botones de mi vestidito camisero estaban o no abrochados, mostrando las piernas hasta casi la cadera, y el escote hasta más de lo moralmente permisible. Un pequeño bolso colgado en bandolera que contenía mi pasaporte, una tarjeta de crédito y algunos preservativos, impedía que mis senos volaran alegremente entre las miradas de todos en el bar. Hasta las de las mujeres que en cierto modo envidiaban mi descaro.

Al terminar la actuación de un cuarteto que nunca supe cómo se hacían llamar, un hombretón moreno que tocaba el saxo se me acercó con el instrumento aún colgándole del cuello. “Hi” me dijo, le sonreí y me acarició una pierna hasta la cadera. No hizo falta nada más. A los cinco minutos escasos me tenía en uno de los callejones contra una Chevrolet. No las conté pero podrían haber sido más de cien veces las que introdujo y sacó su enorme pene de mi, su lengua me recorría como las llamas recorren un tronco y yo ardía igual que ese tronco, el placer que sentía no era lo que esperaba, y eso hacía que pensara más en el odio que se enraizaba en mí a cada embestida de él. Pura injuria. Terminó, me di la vuelta y me bajé el vestido. Regresé a San Peter St. sin hacer caso de sus llamadas que retumbaban en el callejón a mi espalda. Tomé otro de los profilácticos y sonriendo se lo mostré a un jovencito que salía de un portal. El chico algo asustado cogió mi mano y el sobrecito a la vez y me llevó dentro de su casa donde sin mediar palabra comenzó a besarme el cuello mientras me llevaba hasta la cocina donde me puso de espaldas a él, mientras yo inclinaba mi cuerpo hacia adelante y apoyaba mis manos en la encimera. Antes de adoptar la posición correcta me penetró casi de golpe. Miré hacia atrás sonriendo por la impaciencia del joven. De nuevo el trabajo que hacía, bastante mediocre por cierto, me llevaban al recuerdo de un amor sin sentido, destrozado y mancillado. Iban dos. Salí de su casa atusándome el pelo como una gata. Recordé ponerme unas gotas de perfume en las escaleras del portal. Miré de nuevo el bolsito y saqué otro sobre más. Iba a por el tercero cuando un caballero de mediana edad tropezó conmigo sin darse cuenta, al pedirme disculpas le sonreí y le mostré el sobrecito. Casi sale corriendo pero le agarré la entrepierna y no tuvo escapatoria. “I’m married” dijo y lo solté inmediatamente. Si era verdad o no, no importa, en ese caso siempre me retiro.

Volví al callejón para ver si aún estaba la Chevy y el morenazo, pero no vi rastro de ninguno de los dos. Sin embargo al fondo se oían voces de jóvenes. Me acerqué a ellos y cuando me vieron me rodearon en un momento. Los conté uno a uno señalándolos con el dedo: eran cuatro. Antes de darme cuenta me tenían agarrada de los brazos. Era evidente que querían forzarme. Lo que no sabían era que no hacía falta. Me rasgaron el vestido y vieron mi cuerpo desnudo lo que les excitó hasta casi no poder bajarse la cremallera de sus pantalones. Yo sonreía. Uno de ellos perdió el control y me soltó una bofetada que me dejó la mano grabada en la mejilla durante un par de días.

Reaccioné de forma extraña: le lancé un beso . Me penetraban uno a uno, sin descanso mientras sentían como el resto de ellos acariciaban mis labios con sus penes. Mi vagina estaba dolorida pero me producía ese placer que, después de cierto tiempo, supe que agradecen tanto algunos. El roce era intenso, nada saludable y lacerante. Sin embargo me gustaba. En esos momentos supongo que es fácil pensar que lo que quería era que me golpearan y así lo hicieron.

Desperté en la cama de un hospital dolorida y sin nadie a mi lado. Aquella noche comprendí que el odio no es bueno para el sexo.





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