jueves, 26 de noviembre de 2009

El orígen de mis cosas





Nací en 1960, en el seno de una familia equivocada, en un país equivocado y en un tiempo equivocado. Era la tercera de tres hermanos y la única chica. Era razonable que mi familia se dedicara a cuidarme como si fuera un relicario de una iglesia rural y perdida. Los vestidos más caros que podían permitirse, una educación lo suficientemente escasa como para que no pensara demasiado y obedeciese los mandatos establecidos, y la adulación justa para poder exhibirme haciendo notar mi belleza infantil pero dejando claro que cuando creciese esa belleza desaparecería para dar paso a una adolescente común sin nada que pudiera destacarla de las demás.


Todo empezó cuando después de conocer al que pensé era el hombre de mi vida, un chico que resultó adicto a la heroína, me sentí sobresalir cuando al mirarme por primera vez, literalmente, se le cayó la mandíbula al verme. Desde luego, cualquier chica de 17 años, quedaría impresionada con ésa imagen. A los dos años, lo encontraron muerto por sobredosis en un descampado. Hacía más de año y medio que me había desvirgado en presencia de su hermana y el novio de ésta en una casa abandonada de León en la que nos metimos para poder practicar sexo los cuatro juntos pero sin mezclarnos.


Mientras tanto, en casa se originaban discusiones una tras otra por mi relación con él y fue en una de ésas noches cuando desesperada por no poder enfrentarme a todos a la vez, cuñadas incluidas, decidí dar un portazo y distanciarme tanto como mis pies pudieran llevarme.


No llegué demasiado lejos ya que mirando en mis bolsillos encontré unas pocas monedas que apenas me alcanzaban para un café. Entré en un bar y pedí uno, cuando quise pagar rebusqué más y más sin encontrar nada a lo que echar mano. Ahí fue cuando un chico que me había estado mirando durante todo el tiempo en el que estaba sentada en la barra, me preguntó si tenía algún problema. Claro que lo tenía, no podía pagar el maldito café. Inmediatamente me di cuenta de que con sólo sonreírle conseguiría que se hiciera cargo de la consumición y así lo hice.


El muchacho era militar, paracaidista por más señas, y tan inexperto en artes amatorias que no tuve más que compadecerme y enseñarle todo lo que sabía. Durante más de cuatro meses en los que nos veíamos a ratos y cuando él tenía algún permiso, nos dedicábamos al “amor” en todas sus facetas. El problema era que con sólo verme desnuda, penetrarme y dar tres o cuatro empujones eyaculaba un río de semen, mi insatisfacción física se veía compensada por mi orgullo al hacerle sentir un hombre, le decía que me satisfacía, que me llenaba, que me partía con su poder, y el pobre ingenuo así lo creía. Su sonrisa en esos momentos hacía palidecer el sol.

Fue entonces cuando descubrí, que no sólo me gustaba follar para hallar placer sino que me gustaba follar también para conseguir apuntalar la personalidad de esos hombres grises que tanto abundan.

Al poco tiempo decidí que era la hora de cambiarme y cambiarlo todo en mí. Me compré una gabardina y unas medias con liguero y costura trasera, zapatos de tacón alto y me puse un collar de perlas de bisutería y algo de perfume. Me lancé a la calle entre temerosa e impaciente por ver lo que ocurriría una tarde- noche de octubre. Nada de taxis, nada de coches, nada de autobuses, nada de metro. Sola caminando por la ciudad más allá de la media noche en el año 79. Los pocos viandantes que se me cruzaban se paraban para ver cómo aquella mujer joven se movía al caminar como bailando, o cómo se abría la gabardina mostrando el reborde de la media a mitad de muslo, lo que evidentemente denotaba que no había nada más. Excitante.


Un hombre bien parecido y relativamente joven, como de unos 35 años se paró frente a mí y tomándome por los hombros me apartó a un portal que estaba abierto. Abrió mi gabardina cosa que no le costó en absoluto y me preguntó mi nombre. Ante mi silencio y con una levísima sonrisa se soltó el pantalón, me tomó por las caderas y en un prodigioso movimiento me levantó apoyándome sobre la pared y me penetró. Fue como un golpe a mi adentro, un deseo arrebatador e incontrolable, poder entre mis piernas llenándome hasta lo más profundo, suave a la vez que enérgico, me abría las nalgas con furor y yo reflejaba ese mismo furor aferrándome a sus hombros. Notaba su miembro cómo se iba inflando a cada empuje al mismo ritmo que mi vagina se iba humedeciendo cada vez más. Mi garganta se ahogaba, mi sangre corría vertiginosa por las venas, mi vientre iba a explotar y mis ojos no veían más que luz aún en aquella noche tan negra. La sacudida final hizo que mi cuerpo, laxo, se dejara caer sobre el hombre que sudando aún, me dio un beso en la frente y me acompañó de la mano y sin decir una sola palabra.


La primera vez se siente algo de remordimiento, temor, incluso podría decir que miedo, pero el regreso a casa y un buen baño arreglan algunos sentimientos. Después me hice con una gata y le contaba cómo había ido la noche. Los gatos son como yo: libres, independientes, levantan la colita hasta conseguir lo que desean, después se tumban a acicalarse y a dormitar.





2 comentarios:

  1. La esperavamos impacientes Señorita
    Como al primer raio del Sol :)

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  2. Obrigada, eu estava ansiosa para començar

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